Juan León Hernández, abogado.
Aunque ahora sea el título de una película, la vieja maldición china «ojalá vivas tiempos interesantes» tiene una peculiar pujanza cuando uno reflexiona en la historia pasada de España y, desgraciadamente, en su historia presente. Nadie puede discutir, (al menos nadie con unos mínimos conocimientos jurídicos), a la luz del esperpento vivido ayer en el parlamento de la comunidad autónoma catalana, que el desafío independentista ha abandonado, finalmente, incluso la pretensión de mantener la apariencia más escasa de legalidad que le quedaba.
Ahora bien, ese certidumbre jurídica no siempre llega hasta los legos en derecho, a lo que sin duda contribuye tanto la abundante desinformación de la que somos objeto por parte de los medios de comunicación como la absoluta inexistencia de cualquier tipo de introducción a las normas jurídicas, o a la constitución, en las enseñanzas generales. Dicho sea de paso, algo mucho más elegante, mucho más necesario y mucho más ético, que tratar de imponer normas morales a la sociedad en la escuela, bien sea llamándolo «educación para la ciudadanía» o bien sea llamándolo «formación del espíritu nacional». Pero ese es otro tema. En el que hoy nos ocupa, como decía, existe una importante cantidad de ciudadanos que, ante las repetitivas afirmaciones sobre el derecho a decidir, y ante las repetidas afirmaciones que en democracia ese derecho es esencial, terminan asumiendo que, de alguna forma, la exigencia (hace mucho que dejó de ser deseo o petición) de los independentistas a «sacar las urnas» tiene una base legal. O si no legal, al menos, ética.
A eso contribuye una enorme cantidad de teóricos especialistas, y políticos del más diversos pelaje que, también por los más diversos motivos, vienen a afirmar que, en democracia, no se puede impedir que la gente vote. Y reconozcámoslo, dicho así, sin otro planteamiento previo, sin más pensamientos, suena razonable.
El problema es que, como tantas cosas, lo que parece no es lo que son. Pongamos un ejemplo: el parlamento de la comunidad autónoma de Murcia, mañana, dicta una norma (y lo hace conforme a su reglamento interno, y conforme a los plazos de su propia actividad legislativa, es decir, lo hace mejor que lo ha hecho el parlamento catalán) en la que decide imponer un código penal para las «tierras autonómicas de Murcia», código penal en el que establece una serie de normas, distintas a las del resto de España. Digamos, incluso, que legaliza el homicidio. Pues bien, esa norma, sería más legal que las que se han pretendido dictar por el parlamento catalán. Y ello lo sería aún cuando la norma exigiera su ratificación por parte de la mayoria de los habitantes de la comunidad autónoma, y aún cuando efectivamente la misma fuera ratificada. Sin embargo, la norma sería un disparate: sería ilegal.
La democracia no es votar siempre. Y especialmente, no es votar conforme a los criterios de territorio, oportunidad y parcialidad, que uno desee. No puede votarse si uno es inocente o culpable en un juicio (aunque muchos lo intenten). No puede votarse si ocurrió históricamente esto o aquello (aunque también se intente en ocasiones).
Sobre todo, no puede votarse fuera de la constitución. Cualquier sistema normativo exige una norma fundamental, reguladora de las leyes del juego. Esas normas del juego no pueden variarse por mayorías simples puesto que, en tal caso, no tendrían la duración necesaria para dar estabilidad al sistema. Exigen mayorias reforzadas y, en concretos casos de gran transcendencia, que tales mayorías sean refrendadas por la mayoría del pueblo español, en el que reside la soberanía. Eso, por supuesto, lo saben los políticos que de forma suicida para Cataluña y para el resto de España han tomado la peligrosa deriva a la que asistimos, entre atónitos y tristes. El que dichos políticos, además, hayan aceptado esas reglas del juego constitucional hacen su comportamiento aún más deplorable. Más traicionero.
La constitución española es flexible, esto es, puede ser modificada. Si los independentistas quieren cambiar el sistema territorial, deben elegir el camino largo, y arduo. El de convencer al resto de españoles, y al resto de grupos, de la conveniencia de cambiar la constitución de forma que su pretensión independentista pueda tener lugar.
El camino elegido, sin embargo, cumple los requisitos de otra norma, distinta: el delito de sedición, penado por nuestro código penal en su artículo 544.